jueves, 13 de mayo de 2010

Mi miedo más terrible (Elizabeth Santander)

EL GERMEN DE MIS TEMORES.

El miedo a tomar la decisión equivocada discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día que entré en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta que esa repulsiva inseguridad era lo más atroz que podía entorpecer mi destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde fui a comprar una dosis mayor de inseguridad (masoquismo lo llaman), y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de estar equivocada de nuevo, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes; el de la madera inocente y el de la impura y ponzoñosa inseguridad, germen de mi terrible miedo, que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que se instalaría en mi casa para destruir, para anular el otro, al descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté esa sensación de inseguridad en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por sus pasos, que llena la casa con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo en espera de una luz que me dé las respuestas, que por lo general no encuentro. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cos- quilleante de ese miedo sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña que suele posarse sobre el músculo trapecio, y por más que intento relajarme no puedo diluir ese temor que me agobia. Sin embargo, siempre amanece. Estoy viva y mi alma inútilmente se apresa y se perfecciona; así salgo a la calle como si nada hubiese pasado la noche anterior, aunque reconozco que a veces se hace difícil disimularlo.

Hay días en que pienso que el germen de ese temor, ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a él, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son impreceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado aquello que tanto me perturba o algún otro inocente huésped de casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de un problema que sólo existe en mi mente. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante temor sin sentido, pues al fin de cuentas el juego de la vida está cargado de caídas y victorias, pero en mí caso siento que desde hace tiempo caí y no logro ponerme de pie.

En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme ese terrible miedo. Se pasea embrolladamente por el cuarto, doy vueltas sobre mi cama y brotan manantiales por mis ojos hasta que se secan.

Entonces, estremecida en mi soledad, acorralada por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba con estar aquí y lo veía como imposible.

No hay comentarios: