jueves, 13 de mayo de 2010

Mi miedo más terrible (Ricardo Chacón)

LA LUCI FER

La luci fer discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día en que mi mama y yo entramos en aquella casa inmunda de el barrio nuevo, me di cuenta de que la repulsiva cuaima era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la compasión brillando de pronto en una oscura mirada.

Unos días más tarde volví para ver la luci fer, y el sorprendido sujeto me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la cuaima, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de mi espalda donde la cargaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes; el de mi espalda inocente y el de la impura y ponzoñosa criatura, que se me pegaba encima como un chicle definitivo. Encima de mi pobre espalda iba el infierno personal que se instalaría en mi casa para destruir, para anular el otro, al descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté a la luci fer en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo debajo de las sabanas de mi cama, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la cuaima, que llena la casa con su presencia visible.

Todas las noches tiemblo en espera de ese beso mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquille ante de la cuaima sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresa y se perfecciona.

Hay días en que pienso que la luci fer ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no ella sigue ahí. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la bicha . Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado la luci fer o algún otro inocente huésped de casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de una falsa luci fer. Tal vez el sujeto me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por una inofensiva y bella cuaima.

Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado a la luci fer con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme la luci fer. Se pasea muy sensualmente por el cuarto y trata de subir con torpeza a la cama. Se detiene, levanta su cabeza y mueve las manos.

Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecido en mi soledad, acorralado por la pequeña luci fer, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en mi mama y en su compañía imposible.

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