jueves, 13 de mayo de 2010

Mi miedo más terrible (María Chapón)

El sapo

El sapo discurre libremente por la casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.

El día en que Nairobi y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.

Unos días más tarde volví para comprar el sapo, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso del sapo, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que lo llevaba, como si fueran dos pesos totalmente diferentes; el de la madera inocente y el del impuro y babosos animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que se instalaría en mi casa para destruir, para anular el otro, al descomunal infierno de los hombres.

La noche memorable en que solté al sapo en mi departamento y lo vi saltar como un conejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los saltos del sapo, que llena la casa con su presencia invisible.

Todas las noches tiemblo en espera de su veneno mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el salto húmedo del sapo sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy viva y mi alma inútilmente se apresa y se perfecciona.

Hay días en que pienso que el sapo ha desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a el, al salir del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio de la noche me trae el eco de sus saltos, que he aprendido a oír, aunque sé que son imperceptibles.

Muchos días encuentro intacto el alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado el sapo o algún otro inocente huésped de casa. He llegado a pensar también que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de un falso sapo. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.

Pero en realidad esto no tiene importancia, porque yo he consagrado al sapo con la certeza de mi muerte aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas y nada me tranquiliza, suele visitarme el sapo. Se pasea embrolladamente por el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, saca su lengua y mueve los bichos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.

Entonces, estremecida en mi soledad, acorralada por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en Nairobi y en su compañía imposible.

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