lunes, 31 de mayo de 2010

A modo de imitación (Neumarú Calderas)

BUSETA

Era la tarde más calurosa del día más caluroso de la semana más calurosa del año y yo estaba allí, en aquella destartalada buseta de la ruta La Ciénega–Macondo, con dolor en las piernas y cansada de tanto trabajo, sin duda era un terrible día. Allí, con el sudor goteando por mi frente me encontraba recapitulando las labores y los problemas del día, me encontraba sentada sobre un asiento viejo que tenía un resorte salido el cual había hecho un agujero en mi pantalón de trabajo, la escena era deplorable. Eran las 6:10 de la tarde, hora en la que la mayoría de los ciudadanos vuelven a sus casa tras la jornada de trabajo, por lo que la unidad en la que me trasladaba estaba totalmente llena y, para mejorar el panorama, el chofer codicioso había aprovechado para exceder la capacidad permitida de pasajeros. El momento era terrible, estábamos todos apretados, haciendo contacto hombro a hombro y, cual coro griego, nos movíamos juntos con el vaivén de las curvas. La situación era insoportable y para colmo yo tenía la desdicha de compartir mi hombro con un hombre que, sin duda, tenía tiempo sin disfrutar de los placeres del agua y el jabón, su olor invadía mi cuerpo como un río de hormigas que subían desde mis pies a mi cabeza. Allí íbamos como sardinas y aquel hombre era un cochino, olía mal, terriblemente mal. Cada minuto que pasaba me alteraba más y más, la situación era incontenible, quería tirarme de la buseta pero no tenía más ventanas que las delanteras y yo estaba atrapada en una esquina, era agobiante cada instante que pasaba, no sólo debía lidiar con el cansancio y los problemas del día, ahora ese olor y ese calor que intensificaba todo. Para mi desgracia debía soportar todo aquello por 30 minutos si quería llegar a casa. En cada curva mi sudor se mezclaba con el suyo, el olor era cada vez más intenso, además se había mezclado con los otros olores prisioneros del lugar; el lugar no tenía nada que envidiarle a las cámaras de gas de los campos de concentración alemanes. Allí tenía la certeza de que el infierno o el purgatorio de Dante debía oler así. Era una buseta asesina que nos lleva a todos al purgatorio y el chofer era el mismo Cerbero. El tiempo pasaba tan lentamente, y yo sin llegar. Había un silencio perturbador, creo que no sólo yo sentía el putrefacto olor. Mi desespero había llegado a su máxima expresión, por lo que en un arranque de locura, al abrir la boca para tomar una bocanada de gas, dejé salir un grito largo y agudo, pero sanador. Salió sin que yo pudiera controlar el momento, en ese punto era poco lo que podía controlar. Ante la mirada nerviosa de todos los pasajeros que fijaron su foco de atención en mí, volteé mi cara hacia fuera y comencé a cantar en voz baja. Los pasajeros sólo me miraron por un segundo, y su mirada, más que de reproche, era de comprensión, parecía que envidiaban aquel impulso. Después todo fue mejorando, mi vecino asqueroso al parecer no entendió lo que pasó y el grito lo puso nervioso, así que no había pasado un minuto y decidió bajarse de la unidad. Cuando salió de su boca “Por la parada, señor…” yo sabía que era un regalo del cielo por aquel día tan terrible. Sin embargo, con su ausencia no se terminó el mal olor ni el calor del día pero algo más tranquila pude continuar mi viaje de retorno a casa.

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